Estoy internado desde ayer esperando a que se dignen traer
los medicamentos que deben inyectarme. Tan aburrido es esto que ya no sé qué
hacer. Mi habitación tiene 180 losetas grises sin contar las del baño, que no
las he contado porque debo ir a pararme ahí adentro y estoy muy débil y me da
flojera. ¿Sabes que cuando uno está débil la flojera aumenta en forma
proporcional? Mi cama hospitalaria es una mutación entre las tradicionales
metálicas, con manivelas para controlar los ángulos y dar cierta comodidad, y
las modernas con muchas piezas de cierto tipo de material plástico, que le da
cierto aspecto actual. Pero ahí termina la semejanza porque tiene las dichosas
manivelas. No es una cama con botones que te permiten regular por ti mismo y
sin ayuda, todo lo que desees. La espera es una tortura. Estoy ansioso por
recibir el veneno químico en mi torrente sanguíneo. Casi me siento como un
adicto con síndrome de abstinencia. Sé que cuando ese líquido anaranjado
empiece a mezclarse con mi sangre, ésta comenzará a hervir y la temperatura de
mi cuerpo a elevarse. Voy a sentir terribles migrañas, mareos y náuseas. Se me
va a quitar el hambre, solamente por el miedo de saber que en cuanto huela
comida o siquiera la vea, vomitaré hasta el alma. ¡Y es tan desagradable
vomitar que duele!
Mis amigos, todos los
antiguos que aparecieron, me llamaban y acompañaban cuando contraje la
enfermedad, han desaparecido. Parece que se han olvidado de que aún vivo y
lucho por mi salud y mi vida. Ya dejé de ser noticia. Uno necesita sentirse
apoyado, querido, acompañado. Eso ayuda mucho a soportar los dolores y el
miedo. No es sólo cuando te enfermas sino durante todo el proceso de la
enfermedad. No le deseo mal a nadie y cuando a alguno de ellos le pase una
desgracia como la mía, los voy a visitar y a mantenerme en contacto con ellos
siempre, pues sé lo mal que uno se siente cuando se es abandonado.
Incluso a ti P.C. que fuiste mi amiga y te parrandeaste en
mi matrimonio y luego ni me participaste del tuyo. Tú sabes que me refiero a
ti. No necesito citarte, pero te digo que cuando te toque la mala, puedes
confiar en mí. Que allí estaré.
Ya llega la enfermera
con sus mangueras, agujas, botellas y bolsas de medicamentos. Atisbo ya la
botella conteniendo el temido líquido de color naranja. En el curso de los
próximos días me inocularán tres de ésas que se demoran veinte horas cada una
para descargar su líquido con aspecto de gelatina líquida en mi sangre.
Permiso, permiso que me van a conectar en mi puerto USB directo a la arteria.
Ya les seguiré contando.
Segundo día. Pasé una noche terrible, con dolores y
malestar en todo momento. La migraña no me abandona y a veces temo que se quedará
para siempre. Como una compañera incómoda y silenciosa. Lo bueno es que ya está
por terminar de pasar el contenido de la segunda botella de gelatina. Juro que jamás volveré a comer gelatina por el
resto de mi vida.
Las náuseas, las arcadas, son terribles. No tengo nada en
el estómago y no entiendo porqué me vienen. Me inclino hacia afuera de la cama
para arrojar lo que pienso serán litros de líquido sanguinolento. No me sale
nada. Sólo se me estrujan las tripas como si alguien me las tratara de arrancar
hacia afuera. La enfermera me trae un pedazo de algodón empapado en alcohol
para que lo huela. Me dice que los vapores disiparán mis náuseas. Yo pido que
me traigan alcohol de verdad ―una
botella de scotch―
para beberlo, que estoy seguro de que me hará sentir mejor. Si no me quita las
náuseas, por lo menos me dará más ganas de vomitar pero sabré el motivo
concreto, una buena borrachera y arrojaré el alcohol.