lunes, 11 de febrero de 2013

Mi lucha contra el cáncer S/N

La paz de la morfina no duró tanto como esperaba. No sé cuánto tiempo pasó antes de que oleadas de intenso dolor me atacaran. La rodilla era lo que más molestaba y supuestamente no la habían tocado. Al menos fue lo que me dijo el cirujano. Clamé por otra dosis. Como siempre la enfermera se negó con el argumento de que había que esperar, que tenía órdenes y toda esa mierda que te dicen para no darte los calmantes. Pareciera que estos profesionales de la salud nunca hubieran sentido dolor en sus vidas. Me entretuve un rato imaginando formas de tortura, para que llegaran a conocer lo que es el verdadero dolor y que a la primera que les pidas una droga te la den sin chistar. En diez minutos descubrí más de trescientas formas ingeniosas de infligir sufrimiento. Las torturas del loco del "Juego del miedo" se quedarían cortas a su lado. Hasta que ya no pude más y llamé a la enfermera. Decidí jugar al diplomático y enamorarla. Vino una chica a la que no había visto antes. Evidentemente había habido un cambio de turno durante mi sueño. Le dije: -buenos días señorita, ¿cómo te llamas? -¿Carmela señor, en qué le puedo servir? Su voz era cálida y en la penumbra de la sala adiviné un rostro bello y una sonrisa generosa. Pensé que me sería fácil conquistar su favor. ¡Cuán equivocado estaba! al parecer en la escuela de enfermería llevan cursos de tortura, o de insensibilidad con el sufrimiento ajeno. -Tengo un insoportable dolor en toda la pierna operada, ¿no tienes algo con qué calmarme? Lo siento mucho señor, pero veo que mi compañera le ha dado ya una dosis que debería bastarle hasta mañana, fue su amable respuesta. No me quedé satisfecho y volví al ataque: -Pero Carmelita, no tienes idea de cuánto me duele. ¡Es insufrible! es inhumano hacer sufrir así a la gente. ¡Vamos apiádate de mí! supliqué. Ella imperturbable seguía negándose. Comencé a alzar la voz de manera tal que pronto los que ocupaban las cuatro camas más próximas a la mía despertaron y también se quejaron de dolor. Noté en ella un primer signo de flaqueza, de duda al mirar con cierta preocupación que los otros comenzaban a hablar en voz alta. Lo aproveché enseguida. La llamé con un movimiento de cabeza y se acercó. Le dije quedo al oído: -mira, si no me traes morfina amotino a toda la sala y no bromeo. -Ya, ya señor, cálmese. Se la voy a inyectar dentro de un ratito si me ayuda a que se callen y duerman estos cuatro. -Bueno, le dije, pero no te tardes y no seas roñosa con la dosis que no quiero despertar en muchas horas.
(continuará)

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